Pbro. Mauro Verzeletti, C. S.
Director de la Casa del Migrante Guatemala y El Salvador
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En un mundo de mercado neoliberal que trastoca los niveles socioeconómicos de las grandes mayorías de la población del planeta, no podemos hacer caso omiso, que el actual modelo niega los derechos sociales conquistados y ratificados en las Cartas Magnas de los Estados. Desde el punto de vista del derecho, los Estados avanzaron en inúmeros Instrumentos Internacionales para reafirmar la igualdad y el bien común, para proteger a sus ciudadanos de las violaciones del poder económico en contra de los trabajadores.
Sin embargo, el mundo está subdividido en estados fronterizos y que están lado a lado, y desde la óptica Estadocéntrico, aún bien firme y dominante, una entidad natural y casi eterna. Desde el momento que los Estados concebidos autoritarios y con fronteras soberanas, las migraciones son consideradas una desviación y una anomalía que deben ser abolidas. El respeto a los derechos humanos impone que se repiense el papel de los Estados. Los migrantes y refugiados, no son protagonistas de un nuevo escenario anárquico por cruzar fronteras de forma indocumentada, para salir de los desastres causados por las políticas antisociales de Estados antidemocráticos.
En la actualidad emergen conflictos entre los partidarios de las fronteras cerradas y los promotores de las franjas fronterizas abiertas. Se trata de dos posiciones que se insertan en el liberalismo o, mejor, revelan su impasse: una apoya la autodeterminación soberana y la otra reivindica la libertad y el derecho a migrar.
Migrar es una acción política, cuyo derecho aún debe ser reconocido por los ESTADOS. Por lo tanto, urge restablecer el -ius migrandi- derecho a migrar, principalmente en una era en que el colapso de los derechos humanos es tal que parece ser lícito preguntarse si el fin de la hospitalidad sin fronteras, no han sido sellados en definitivo a través de las políticas y leyes xenofóbicas, racistas y discriminatorias.
Reconocer el derecho del migrante y refugiado es abrirse no sólo a una ética de la cercanía, sino también a una política de acogida, protección, promoción e integración. Dicha política debe ser entendida en su sentido más amplio y profundo, que, además de la participación, también indica simultaneidad. En un mundo atravesado por la concomitancia de tantos migrantes y refugiados, construir puentes de unidad significa compartir la proximidad espacial en una convergencia temporal en que el pasado de cada uno puede articularse en el presente común en vista de un futuro común.