Por Marvin S. Otzoy
[email protected]
Era un día jueves, marzo siete, aproximadamente 54 migrantes guatemaltecos continuaban el recorrido hacia un incierto futuro, al menos esperanzador según testimonios de tímidos optimistas que mutuamente estimulaban su solidaridad. Atrás quedaban amistades, así como nostálgicas lágrimas de familiares, peor aún los llantos de esposas, hijos y padres cuya única salida para sobrevivir a la pobreza era invertir lo casi nada que poseían en un pariente que se convirtiera en migrante y que, lográndose instalar en el país del norte, proveyera para la subsistencia.
Ingratos todos aquellos que participan y coparticipan en su éxodo, dejando a merced de lo desconocido sus vidas. También atrás creían haber dejado su país, esa tierra bendita que les vio nacer, entre volcanes, cerros, ríos, montañas y cultivos, hermoso lugar, pero que su corrupto sistema los expulsa, los lanza como mercancías de uso y de transporte, llenando los bolsillos de unos desalmados que los comercializan lucrando con el miedo, la aflicción y la desesperación.
En el itinerario de la travesía les llegó ese fatídico jueves. Quizá sin dormir ellos iban en busca del amanecer, cargando en su mochila no solamente una que otra foto de familia, tal vez un rosario, un libro, alguna medicina básica, algún dinerito escondido, ropa; llevaban en su corazón ilusiones, sueños y planes. Aun así sin agua para beber desafiaban a su mente, distrayendo los pensamientos en aquellas postales que recordaban su misión: llegar a Los Estados Unidos.
Fue entonces que en milésimas de segundos, mientras el viaje en aparente calma transcurría, un abrupto y violento giro del camión en que viajaban convirtió todo en desesperación, confusión, indescriptible dolor, instantáneo caos total causado por gritos desgarradores, llantos e incredulidad. Tristemente 23 almas inocentes víctimas del sistema ni siquiera tiempo tuvieron de darse cuenta de lo que estaba sucediendo; como un soplo la vida se les esfumó, los propósitos de migrar desvanecidos quedaron y enterradas quedaron las ilusiones, sueños y planes. Fallecieron en país ajeno porque el sistema hasta eso les robó: el derecho a morir en paz entre su comunidad.
Es imposible quedarse de brazos cruzados y volteando la mirada, fingiendo no enterarse del problema sistemático para hacer lo más fácil: absolutamente nada. Hay que atacar de frente la raíz del problema, que es la corrupción e impunidad que le hurta el derecho a una vida digna al ser humano. Guatemala se merece un mejor destino, construyámoslo juntos.